Lo confieso: fui de los que creyó ciegamente en la revolución cubana. Nunca fui comunista ni acepté la aberración del partido único, pero por aquello de las circunstancias, continué opinando positivamente sobre el régimen de aquella república hermana incluso después de que Fidel Castro se definiera como marxista-leninista “hasta el último día” de su vida.
Me parecía que la nefasta política que EEUU había seguido respecto a Cuba, hasta transformarla en el prostíbulo del hampa norteamericana, había arrojado a los revolucionarios de 1959 en brazos de la URSS, como única forma de evitar una invasión al estilo de la que sufriría la República Dominicana en 1965. Y si no había libertades, ya las habría; la situación era de guerra no declarada (lo probaba la aventura de Playa Girón) y las situaciones extraordinarias requieren medidas extraordinarias. Influyó en mí y en mi persistente respaldo a aquel régimen la opinión de mi tío abuelo, el ilustre poeta don Julio Casas Araújo, que había sido embajador en la isla caribeña durante los últimos años de la dictadura de Batista y los primeros de la revolución.
Su apasionado relato de la heroica epopeya iniciada en Sierra Maestra, proveniente de un herrerista conservador, me cargaba de razón. Y así me quedé, año tras año, como un perfecto idiota, esperando una liberalización que nunca se produjo, justificando lo injustificable y amparándome en pretextos que, al final, ni a mí mismo me convencían.
Lo confieso: creí en el Frente Amplio cuando se constituyó en 1971. Blanco hasta la médula, como era, soy y seré “hasta el último día” de mi vida, creí, con Quijano, que el Partido Nacional se había transformado en una cooperativa electorera que lo inhibía de ser el vehículo de transformación que el país requería a los gritos. Y pensé, como tantos, que no había otro camino que unir a los que pensaban, sino igual, al menos parecido, para lograr un acuerdo en torno a un programa antiimperialista y antioligárquico. Milité intensamente en aquellos durísimos años en una ciudad del interior en la que para muchos ser frenteamplista era sinónimo de comunista y vendepatria, y me jugué mi parada, que aún hoy me enorgullece. Lo hice en las filas del viejo e ilustre Partido Socialista, en el que tenía raíces por parte de mi familia paterna. Ni por un momento –y quiero ser enfático en esto– me he arrepentido de esa opción política de juventud, en la que defendí valores e ideales que aún hoy estoy dispuesto a asumir; de la misma manera en que no me arrepiento –ni admito reproches por ello– de haber dejado esas filas, sin rencores ni agravios, cuando me pareció que debía hacerlo.
Lo confieso: me produce un intenso pesar el hecho de que el Frente Amplio de hoy, que no es ya la romántica fuerza reivindicativa de ayer, se niegue a admitir que el régimen cubano se ha transformado en una de las dictaduras más abyectas, corrompidas y represivas de la historia de América Latina. Me duele profundamente, como oriental, como blanco y como ex frenteamplista, que la coalición se escude, con singular cobardía y contumacia, en leguleyerías deleznables para no reconocer lo que a estas alturas ya es un asunto de simple honestidad: la urgencia de condenar sin medias tintas a un sistema devenido en vergüenza del género humano. Lo de que “los problemas de Cuba son asunto interno de la isla” (expresión casi textual de la declaración frentista) cuando el mundo entero se horroriza ante la muerte por huelga de hambre de un preso de conciencia (a la que, según parece, seguirán otras) es la negación de todo lo que pueda oler a justicia y a “progreso”.
Lo confieso: ante tamaña incongruencia con lo que deberían ser principios inalienables –el sostén de los derechos de la persona– me accede un intenso rubor del alma, y siento un consolador alivio por haber pasado la tranquera y huido de lo que dejó de ser una esperanza para transformarse en un engañoso corral de ramas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario