Progresismo” es un término simbólico. Ser “progresista” parece implicar estar dispuesto a ir hacia formas de colectivismo estatista. Todo lo que va contra la empresa privada es “progresista”. Todo lo que va en contra de lo individual a favor de la igualación forzada es “progresismo”. Todo lo que aumenta el poder de los gobernantes es “progresista”. Y por un argumento a contrario todo lo que va a favor del mercado, del reconocimiento del mérito individual, del aumento de la libertad en detrimento del poder del Estado, etcétera, es contrario al progreso. Los valores del estatismo y de la masificación son buenos; los valores del individuo y del mérito individual son malos.
Nuestra primera sensación es de admiración. ¿Cómo lograron convencer a tanta gente de que el “progreso” está en ese lado, cuando toda la evidencia muestra lo contrario? No conocemos un solo ejemplo de que un camino en ese sentido haya mejorado la situación de la gente. Los diseñadores de esta imagen publicitaria han logrado convencer a mucha gente de que el progreso está en una dirección contraria a lo que muestran todos los ejemplos. ¡Son unos genios!
Es posible, sin embargo, que el éxito de esta imagen sea más la consecuencia de errores de los contrarios que de méritos de quienes la patrocinan. La izquierda latinoamericana –donde el “progresismo” impera– se ha beneficiado de la miopía de sus oponentes, cuyo enamoramiento con las tesis economicistas del desarrollo llevaron a postergar el componente social necesario de toda tarea de gobierno. La teoría de la torta (“hay que hacer crecer la torta, porque eso beneficia a todos”) es simplemente falsa y lleva a que sus propulsores, falsa o justamente, sean vistos como socialmente insensibles o desinteresados por la condición de los más perjudicados. La izquierda logró , gracias a esta miopía, convertirse en monopolista de la sensibilidad social,
La situación latinoamericana es relativamente única. No se corresponde con lo que sucede en el resto del mundo donde, como hemos escrito más de una vez, todos los movimientos políticos democráticos combinan el respeto por las fuerzas del mercado con la convicción de que los beneficios del crecimiento deben destinarse a mejorar la condición de los más pobres. La conciencia social no es monopolio de la izquierda en ningún lado, sino el fundamento común de casi todos, sea que se autodenominen “nueva izquierda”, “tercer camino”, “socialdemócratas”, o lo que sea.
Para ser auténticos, sin embargo, no basta con copiar lo que propone la izquierda, como hemos visto hacer frecuentemente entre nosotros. Si la izquierda propone un subsidio a los menores de 2 años, propongamos uno a los menores de 4. Si propone un subsidio a las madres lactantes, propongamos otro a los padres de recién nacidos. Eso no funciona, primero, porque no diferencia y, segundo, porque sigue mostrando una superioridad intelectual de quien propone y es copiado. Hay que saber por qué se hacen las cosas. Y para eso hay que entender.
A nuestro juicio, la diferencia de esencia está en el corporativismo como concepción social. El núcleo de la izquierda está en el corporativismo. De allí su enamoramiento con el Estado –la máxima corporación– y su alianza con los sindicatos como corporaciones intermediarias entre el individuo y el Estado. La izquierda se alía con las corporaciones, y como consecuencia posterga a los individuos no integrados: a los no afiliados, a los trabajadores individuales, a los desempleados y a los que caen fuera de la estructura social. A esos está dispuesta a comprarlos con subsidios, pero no a darles prioridad, porque la prioridad son sus aliados, las corporaciones.
Llevemos esto a la práctica. La semana pasada un notorio dirigente de izquierda reconocía que la izquierda local, pese a todo lo que ha gastado, no ha logrado reducir la desigualdad social, que de hecho ha crecido, ni mejorar las posibilidades de movilidad social ascendente de los grupos más desprotegidos. Bien por un dirigente que reconoce los problemas con honestidad en lugar de taparlos con ofensas, como hacen otros. Lo que pasa, es que esa es la consecuencia necesaria de las políticas de la izquierda “progresista”, que privilegia los intereses de las corporaciones y trata de satisfacer a los desprotegidos con subsidios, no con verdadera atención.
Lo único que puede generar una mejora sustancial de la condición social de los más desprotegidos es una combinación masiva de educación y asistencia social. Asistencia social para asegurar a las familias atención de la salud y condiciones decorosas de subsistencia, mientras educan a sus hijos con excelencia para un nuevo futuro. Eso puede tardar 10 o 20 años para producir efectos, pero no hay otra solución. Simplemente, no hay otro camino. Pero ese es un camino que la izquierda no puede recorrer.
La izquierda no puede destinar los recursos que se necesitan para una asistencia social verdadera, porque antes que nada le debe adhesión a sus aliados, que se quedan con el dinero que debería destinarse a otros fines. No puede imponer la calidad en la prestación de los servicios sociales porque sus aliados corporativos se enojarían. No puede evitar la proliferación de la basura porque las corporaciones no lo permiten. No puede destinar recursos a más y mejor seguridad porque usa el dinero para mejorar los sueldos de quienes ya ganan más que cualquier privado. Y no puede dar educación de calidad a quienes más la necesitan porque sus aliados –esta vez las corporaciones de la enseñanza– también quieren el dinero para sí, pero no están dispuestas a asumir ninguna obligación a cambio.
La izquierda no puede producir un cambio social verdadero porque se lo impiden sus alianzas y opta entonces por disfrazar la realidad con subsidios que no cambian nada, pero crean cuadros de dependientes disponibles para la agitación. Ese es el modelo de la izquierda corporativa: el dinero para las corporaciones, el subsidio para los necesitados.
Para salir de la trampa “progresista” es imperioso preocuparse verdaderamente por los más necesitados. Cosa que pasa, lamentablemente, por reconocer que los intereses de las corporaciones son intereses particulares, no intereses colectivos. Las corporaciones no son “el pueblo”. Son una parte legítima, pero con intereses propios y contrapuestos a otros intereses. Y cuando los intereses de las corporaciones se contraponen con los intereses de los más desprotegidos, el verdadero progresismo es defender a los más desprotegidos. Que es, precisamente, lo que la izquierda no hace ni puede hacer. Porque no es “progresista”. Es corporativista, que es algo muy diferente.
Observador - Sabado 10 de julio de 2010
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